Una luz se va encendiendo y apagando sobre los diferentes escenarios en los que se encuadra ‘El Viajante’. La escena de créditos, como siempre en Asghar Farhadi, es una declaración de intenciones: el espacio cobra relevancia no solo por la puesta en escena teatral del director iraní (en la medida en que el cuadro y el espacio forman parte de una entidad a medio camino entre el teatro y el cine), sino que también será en este caso la prisión e incluso el ring en donde los fueros internos de los personajes chocarán entre sí a lo largo de la película.
‘El Viajante’ es una variación sobre los esquemas en los que Farhadi ha trabajado durante toda su carrera. La escena inicial ya sirve de metáfora para los personajes: el terremoto es la ruptura de la tranquilidad en la que conviven un profesor y actriz de teatro y su pareja, también actriz. A partir de ahí es donde todo se encierra: incluso el cielo del piso compartido, que debería ser una vía de escape, se les es privado en cada plano. El director iraní ya ha trazado el bisturí de la indefensión del hogar mucho antes, incluso desde la primera escena, pero al tratamiento del espacio se le añade el diálogo, en donde Farhadi muestra los terrores invisibles del trauma y de la fragilidad del ego: los huecos invisibles que los personajes que no hablan, son en realidad las partes más oscuras del ser humano, o mejor bien dicho, las más biológicas.
Con todos esos patrones, Farhadi erige las bases de un drama que se construye en torno a los huecos que el misterio y el miedo a repetir lo vivido. Los protagonistas se contagian de ese miedo, creando dos círculos viciosos (uno de temor y culpa, el otro de venganza) que se complementan por sí mismos e invaden incluso otros espacios, como son los del teatro en que se representa ‘Muerte de un viajante’. La obra no es casual, y Farhadi trata de establecer varios lazos que encajan con los protagonistas e incluso transforman la obra (véase el momento en que el profesor amenaza al actor que hace de Charley, llevando a un terreno más visceral la escena teatral) para llevarla a unas pulsiones más bajas que se complementan con el relato final. Y sin embargo, todos esos complementos fallan.
Los aciertos de Farhadi a la hora de integrar obra y personajes, así como también de mostrar al desnudo la esencia del ser humano en su totalidad, no acaban superando los propios defectos en la realización de ‘El Viajante’. Se entiende que haya irracionalidad dentro de los actos de los personajes, pero el director iraní fracasa estrepitosamente en la sutileza y en poner el foco en donde importa: en el foco a sus protagonistas. En su lugar, Farhadi se concentra en subrayar información en vez de provocar de verdad al espectador, y de eso tampoco se libra su final, una explosión de tensión y violencia que, aunque intente remitir al clímax de ‘Nader y Simin: una separación’ (en el sentido en que al final todos son víctimas de sus propios actos), se pierde por el efectismo en mostrar la violencia con mucha menos distancia de la que se debería.
Carlos Martínez.