No tengo nada en contra de llevar a nuestros mayores a una residencia de ancianos. A veces, el trabajo o las ocupaciones diarias nos impiden dedicarles todo el tiempo que necesitan y hay profesionales en estos centros que lo hacen con gran cuidado y cariño, lo digo porque lo he vivido con varios de mis tíos e incluso con mi propio padre. Claro que dejarlos en una residencia de ancianos no debería significar abandonarlos. Por desgracia, estamos en una sociedad donde las personas que no aportan su tiempo o su trabajo dejan de tener utilidad. Y por eso, nuestros abuelos, pese a sus historias llenas de sabiduría y su mirada colmada de experiencia, nos estorban. Ni siquiera nos sirve el ejemplo de una cultura frente a la nuestra, como la gitana, en la que las normas las establece el patriarca, generalmente uno de sus mayores, a los que respetan porque entienden el dicho popular de que el diablo sabe más por viejo que por diablo.
Algo similar ocurre con los parados: cuando una persona se queda sin trabajo y empieza a cobrar el paro recibe miradas inquisitorias de gente que considera que se está aprovechando del resto de la sociedad. No importa que haya cotizado 20 años a la Seguridad Social o que haya contribuido religiosamente con sus impuestos; a partir de que se queda en paro comienza a verse como un marginado.
Ayer me encontré con un amigo periodista que llevaba 20 años trabajando en prensa, radio y televisión y hace algunos meses se quedó en paro. Le despidieron y después se enteró de que en su puesto habían metido a un chaval al que pagaban la mitad de lo que él cobraba. Su experiencia, su capacidad de comunicación y su versatilidad están fuera de toda duda, sin embargo, no ha podido reincorporarse a ningún puesto relacionado con su profesión desde entonces. Al principio, mi amigo me contó que ni siquiera buscaba empleo, porque había cobrado una pequeña indemnización y no quería renunciar a un estatus económico ganado con el esfuerzo y el sudor de su frente. Y es que antes de ser despedido cobraba 1500 euros al mes, pero todos los puestos de periodista a los que podía acceder a través de anuncios de Internet o prensa ofrecían un salario inferior a los 900 euros al mes.
Él mismo me explicó que un compañero suyo había tenido la suerte de entrar a trabajar en el sector, pero le habían obligado a hacerse autónomo y después de pagar los seguros sociales su sueldo apenas alcanza los 800 euros por un mínimo de 9 horas diarias, sábados y domingos incluidos.
Según dicen estamos saliendo de una crisis. Con lo de “según dicen” me refiero a que yo no entiendo entonces por qué sigue creciendo el número de desahuciados, o por qué se extienden el paro y pobreza incluso entre los trabajadores, por esa estrepitosa reducción de salarios. La crisis lo explica todo y exime de responsabilidad a empresas, bancos y gobiernos, o al menos eso es lo que ellos creen.
Es posible que estemos saliendo de ese terrible bache, pero lo que no nos dicen es el precio que tendremos que pagar en los próximos años.
Estamos viendo cómo científicos perfectamente formados en este país son reclamados por naciones punteras para incorporarse en sus filas y abandonar España, cómo hay un éxodo masivo de jóvenes hacia Europa e incluso otros continentes por no querer afrontar un futuro incierto tanto económica como laboralmente hablando.
De lo que pocos hablan es del tipo de país empresarial que queremos: ¿Es que es deseable traer a España el modelo de Tailandia, con sueldos bajísimos y gran volumen de trabajo para exportar a una Europa del Norte ávida de productos generados en el mismo continente a precios de saldo?
Por si acaso, las principales economías del mundo apuestan por la formación. ¿Y en España? ¿Por qué aquí los empresarios buscan mano de obra barata tanto en vez de profesionales cualificados? Ya ocurrió en la construcción en los años de bonanza económica, que la demanda era tal que se contrataba a inmigrantes indocumentados y sin preparación y esto provocó un aumento de accidentes laborales en el sector.
Un buen empresario debería entender que los trabajadores más mayores son más estables, tienen más responsabilidad, más experiencia y menos impulsividad, se entregan más y mejor al puesto que desarrollan. Y eso no implica que no se ofrezca trabajo a los jóvenes; ellos también tienen que ir introduciéndose en el mercado pero sin sustituir al empleado experimentado, como ocurre ahora.
En España, por culpa de la crisis o poniéndola como excusa, hemos sustituido a profesionales con experiencia por otros más baratos, los empresarios más ricos están ahora más forrados que nunca a costa de infravalorar la experiencia, de dejar abandonados en un rincón a millones de personas mayores de 40-50 años a los que el mercado laboral tiene difícil reincorporar a no ser que valore las cualidades que estas personas pueden ofrecer frente al resto.
Esta crisis nos podría servir para aprender que la formación y la solidaridad son los únicos motores posibles de la evolución; por desgracia, estamos tan aferrados a nuestras creencias personales que seguiremos cometiendo los mismos errores al tiempo que sacrificamos dos generaciones: la de los jóvenes que no pueden incorporarse al mercado y se ven obligados a marcharse del país y la de los mayores de 40-45 años a los que las empresas no les ofrecen trabajo por exceso de experiencia, cuando esa experiencia se ha convertido en esta sociedad en un lastre.
Jesús Toral
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