Por desgracia, tengo muy mala memoria para las caras, lo reconozco: tal vez el hecho de trabajar como periodista y tener la oportunidad de encontrarme cada día con personas diferentes debería haberme activado esa capacidad, pero no ha sido así. Por eso, hace unos días me sorprendí a mí mismo identificando la cara de una mujer que me pasó de largo y que conocí doce años atrás, cuando tuve un encuentro insólito con ella para hacer un reportaje. El impacto que aquella situación me produjo sigue tan vivo en la actualidad como cuando me sucedió.
Llevaba poco tiempo en Granada, trabajaba en Mira Televisión, como jefe y presentador de informativos y en mi agenda de prensa aparecía una convocatoria que me pareció interesante: una familia se apostaba frente al Ayuntamiento de Maracena porque se iba a quedar sin vivienda, con dos hijos pequeños, mucho tiempo antes del inicio de los desahucios. Acudí con mi cámara fiel y extraordinario profesional, Lolo, con el objetivo de desgranar los detalles de aquella historia. Hicimos las preguntas pertinentes, hablamos con el alcalde, y grabamos aquella protesta en la calle. Pensábamos que contábamos ya con el material indispensable y nos disponíamos a regresar a nuestro coche cuando una mujer se acercó a nosotros:
—Vosotros sois de televisión, ¿Verdad?
—Así es
—Por favor, tenéis que venir a ver mi casa. Si os parece que esta familia tiene problemas es porque no habéis visto cómo vivimos nosotros.
La verdad es que la densidad de información diaria nos impedía habitualmente aceptar invitaciones similares, siempre íbamos con prisa, pero por algún motivo, aquel día Lolo y yo nos miramos y, ante la contundencia del gesto de la mujer y la insistencia de su petición, decidimos seguirla.
La señora nos llevó por callejuelas estrechas hasta llegar a un patio en el que había cuatro viviendas unidas de forma cuadrangular excepto en uno de los lados, donde una pequeña separación permitía el acceso a todas ellas. Las fachadas blanquecinas habían comenzado a descascarillarse hasta el punto de que dejaban ver trozos de hormigón. Las ventanas de madera y las puertas estaban en todas ellas cerradas a cal y canto y denotaban una dejadez extrema e incluso uno de los tejados estaba medio hundido. El silencio reinaba en esa zona del pueblo que parecía aislado del bullicio del centro.
La mujer nos guió a los dos hasta una de las casas, la que parecía menos abandonada, y abrió la puerta.
—Aquí vivo yo sola pero fijaros en cómo está. ¡Cualquier día de estos se me cae encima! Esa familia que os pide ayuda tiene la casa mucho más arreglada.
Al entrar, Lolo y yo nos estremecimos por culpa de una oscuridad únicamente interrumpida por la tenue luz que asomaba de un ventanuco en mitad de unas escaleras de madera que crujían al pisarlas. Mientras nos llevaba a la planta de arriba, percibimos agujeros en las paredes torcidas y descuidadas y un intenso olor a humedad. Después de salvar los tres tramos de escalones llegamos a una puerta de madera antigua, corroída por los lados, que ella misma abrió para dejar al descubierto una habitación completamente vacía de muebles que en la pared derecha contaba con otra puerta y que estaba iluminada por la luz solar que se filtraba a través de una gran ventana cerrada.
La mujer se colocó de espaldas a la puerta por la que habíamos accedido y Lolo y yo nos pusimos enfrente de ella, dejando tras de nosotros la ventana, para escuchar su perorata:
—En esta habitación falleció mi hijo, que era drogadicto. Desde entonces vivo sola.
Mientras escuchaba su relato, a mis oídos llegó nítida una voz extraña, a una distancia difícil de calcular, procedente de un niño de unos 10 años:
—Estoy aquí. Quiero jugar. ¿Quién quiere jugar conmigo?
Tan claramente la oí que di por hecho que era un chaval al que no había visto, o que habría entrado sin que me percatara, así que continué atendiendo unos instantes a la mujer porque me parecía de mala educación interrumpirla. Disimuladamente me giré y, con gran asombro, descubrí que allí no había nadie. Me acerqué a la ventana mientras la señora seguía con su charla pensando que la voz infantil habría llegado del patio exterior y que me habría confundido, pero al mirar descubrí que estaba completamente vacío.
—¿Quién vive en esas casas?
—Nadie. –respondió la mujer con presura—. Por aquí nunca viene nadie.
Pese a que no tenía duda de lo que había oído, mi racionalidad intentaba buscar una explicación así que, abusando de la confianza de la señora frente a mí, abrí la única puerta que desde la habitación permitía el acceso a otro dormitorio contiguo: nada, completamente vacío.
Mi nerviosismo fue en aumento hasta el punto que decidí que nos debíamos ir, le dije a la mujer que estudiaríamos la posibilidad de contar su historia y Lolo y yo nos marchamos.
Una vez en el coche, saqué inmediatamente el tema ante mi colega:
—¡Qué casa más tenebrosa!—le dije.
—¡Desde luego! Se me han puesto los pelos de punta.—respondió aún alterado.
—¿Y el niño que ha hablado en la habitación detrás nuestra? ¿Has escuchado lo que decía?
—¿Qué niño?
—¿No me digas que no has oído nada?
—Nada de nada.
El frío de la casa me atravesó los huesos porque pese a que jamás fui capaz de encontrarle una explicación racional a esas voces infantiles, tampoco nadie podrá nunca convencerme de que las escuché perfectamente. Y allí no había ningún niño.
Jesús Toral