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Cosas que me hacen feliz

 

 

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Feliz

Respeto el sufrimiento ajeno con todo mi ser, pero no puedo dejar de considerarlo gratuito en muchas ocasiones. Conozco a alguien que lleva varios días muy preocupado porque el coche le falla y cree que puede ser una avería seria. Es como si la sombra de dicha avería se cerniera sobre él a cada rato y ni siquiera se atreve a llevarlo al taller no vaya a ser que le confirmen la mala noticia. Ha dejado de sonreír y casi ni duerme.

Sí. Entiendo que cada uno es libre de sufrir por lo que considere oportuno, pero… ¿De verdad es necesario alargarlo cuando las soluciones pueden llegar sólo con buscarlas?

Me viene a la memoria la foto de un hindú escudriñando en Bombay entre la basura para encontrar algo que pudiera echarse a la boca. Lo impresionante de la instantánea era el hecho de que el hombre miraba a la cámara sin pudor y su risa era abierta, completa, sincera… como si hubiera hallado la clave del éxito.

Y es que la felicidad va inexorablemente vinculada al dolor… sí, al dolor. Primero porque no hay nadie que pueda ser feliz todo el tiempo y segundo porque si alguien se considera dichoso es porque ha conocido lo opuesto: la adversidad; de otra manera, ¿cómo podría reconocer este sentimiento? Así que aquel que se cree feliz es alguien que ha padecido aflicción y que, por comparación con lo que ha sufrido en otro tiempo, traduce su estado de bienestar momentáneo como dicha.

El caso es que nuestro día a día está lleno de regalos que no percibimos cuando nos obsesionamos con encontrar los peros, lo negativo, el vaso medio vacío.

Y todos y cada uno de nosotros tenemos cientos de motivos para estar agradecidos aunque a muchos, si les preguntáramos, sólo sabrían darnos argumentos por los que hemos de compadecerles.

Por ejemplo, yo me siento feliz y agradecido cuando me despierto, salgo a mi preciosa terraza y contemplo un paisaje montañoso bajo un cielo azul impoluto y una juguetona brisa matinal que me acompaña cariñosa empujándome a disfrutar con ansía del nuevo día.

A veces me sorprendo henchido de felicidad al ser testigo de las sonoras carcajadas de mi hijo en mitad de un juego entre los dos… sólo la imagen de ese instante serviría para disipar cualquier preocupación mundana.

Me encanta la playa en marzo o abril, junto a mi pareja y mi hijo: ese preciso momento en el que me tumbo en la toalla boca arriba, después de salir de un mar en calma y con la temperatura idónea tras la intensa exposición veraniega a los rayos de sol. Justo en dicho instante, mojado, aún fresco, asistir a cómo el cuerpo se va secando y calentando me convierte en un ser único.
A veces noto cómo se me eriza el pelo cuando realizo un trabajo que considero de utilidad: al informar sobre la necesidad de ayudar a las víctimas del terremoto de Lorca, al participar en ayudar a quien lo perdió todo en una riada, al presenciar cómo una familia a punto de ser desahuciada recibe una llamada en directo para ofrecerle un trabajo estable con el que dar un giro a su vida… Justo entonces, mi labor cobra sentido, sirve de utilidad y eso me hace sentir algo muy semejante a la felicidad.

Tener la oportunidad de escribir para que un público más o menos amplio conozca mis pensamientos más profundos también me llena de satisfacción y tener la certeza de estar rodeado de gente que me quiere me coloca entre los seres más privilegiados de la tierra.

Todos sentimos a veces que hay piedras que entorpecen nuestro camino, pero se nos olvida ser agradecidos porque continuamos andando, porque contamos con dos piernas y un cuerpo que nos lleva, porque el sol brilla y nos sonríe, porque a nuestro alrededor, aunque no lo veamos, la tierra es fértil para sembrarla y tenemos dos manos para trabajarla… y pese a todo, seguimos cerrando nuestro visor de imagen hacia esa piedra que ha aparecido frente a nosotros; a veces ni siquiera somos capaces de rodearla porque nos sorprende tanto su presencia, nos molesta tanto, que lo único que queremos es hacerla desaparecer y como eso no sucede por más que nos concentramos, permanecemos absortos y paralizados, sin poder evitar contemplar nada más que ese trozo de roca, lanzando contra ella inútilmente nuestra furia, hasta que un día pasa alguien junto a nosotros saltando cada piedra, cada obstáculo en el camino, y nos mira con una sonrisa de oreja a oreja invitándonos a imitarle. Y entonces entendemos que la solución es muy sencilla y siempre ha estado al alcance de nuestra mano y tratamos de hacer lo mismo pero para entonces llevamos tanto tiempo parados que nuestras piernas ya no son ágiles y apenas pueden moverse.

Hasta que no nos desbordemos de agradecimiento por lo que somos, por lo que recibimos en cada instante, no podremos sentir algo parecido a la felicidad porque ambos son sentimientos inseparables. De modo que hoy he decidido hacer público lo afortunado que soy por tener la vida que he elegido y la capacidad de amar a los que me rodean. Y a ti, lector, únicamente te puedo igualmente dar las gracias por acompañarme en este discurso hasta el final.

Jesús Toral.

Foto: Pexels

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