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Ponga un líder en su vida

 

 

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Ponga un líder en su vida

Cuando era un chaval creía en los Reyes Magos. No me parecía absurda la idea de que unas personas muy bondadosas se desplazaran por los hogares del mundo entero para repartir regalos entre los más pequeños. Y la idea me infundía alegría y una sensación de estar acompañado, vigilado, custodiado por alguien con mayor poder que yo, que me protegía. Mis padres colocaban los paquetes una hora antes de levantarnos, pero no contaban con que mi incertidumbre era tan grande que apenas dormía esa noche y en cuanto oía un ruido saltaba como un resorte de la cama. Así que siendo aún pequeño me los encontré de frente: mi madre envolviendo un último regalo y mi padre bebiéndose la leche que yo había dejado el día anterior para los camellos sin pudor alguno. Trataron inútilmente de explicarme que los Reyes les habían dado ese encargo, pero no coló. Tenía ocho años pero no era tonto. Me sentí algo estúpido de haber reprimido mis travesuras y de tratar de ser bueno para que me trajeran lo que había pedido. Lo positivo: que ya no me podrían amenazar mis padres cuando volviera a ser revoltoso o chinchoso. Los Reyes Magos fueron los primeros líderes a los que admiré: poderosos, generosos y más listos que nadie.

A partir de entonces tuve que sustituirles por Alberto García, el amigo al que más admiraba: sabía escupir muy lejos, emitía un silbido nítido, eructaba como un volcán, desobedecía las órdenes de profesores y adultos y nos hacía reír pegando chicles en las sillas de los docentes o colocando un vaso de agua sobre la puerta de la clase para que le cayera a Manolito, el chivato de los maestros. Dónde dijera Alberto que fuéramos, allí estábamos como un clavo: sin rechistar ni discutir ninguna de sus decisiones, porque era obvio que estaba más dotado que nosotros para tomarlas. Claro que un día, según parece, tenía gastroenteritis y en mitad de la clase, el niño se hizo caca en los pantalones. Nos dimos cuenta cuando el olor se hizo insoportable y la cara del muchacho se asemejó a un tomate a punto de estallar. Al descubrirlo, rompió a llorar y salió de clase dejando atrás las estruendosas carcajadas de todos los alumnos. Desde entonces, Alberto dejó de estar capacitado para ser mi líder, ya no lo podía ver del mismo modo.

El tiempo pasó y me convertí en un adolescente, pero siempre busqué a alguien a quien admirar, que fuera más fuerte, más listo, más completo que yo. La religión me sirvió durante algunos años. Al fin y al cabo, para los católicos, Dios es una imagen que no puede fallar: inconmensurable, todopoderoso, omniabarcante, libre de errores… ¡Vamos, lo más…! Por esos días, iba a misa los domingos y pasaba un buen rato buscando pecados que fueran lo suficientemente interesantes como para contárselos al cura en confesión pero no tan grandes como para que me hundiera diciéndome que estaba condenado al infierno: «He deseado a tal amiga» o «El otro día insulté al vecino», pero nada de decirle cosas como: «Me he masturbado» o «tuve ganas de matar a un profesor». Al final, el cura me absolvía con unos padres nuestros y yo seguía deseando a la tal amiga o insultando al vecino… Al fin y al cabo, ya estaba otra vez limpio, partía de cero nuevamente.

Dios dejó de ser mi líder en el momento en el que mi hermano, por entonces ateo, me planteó una paradoja de la omnipotencia: Si Dios es todopoderoso, ¿Sería capaz de crear una piedra tan grande que no pudiera levantar? La respuesta, fuera cual fuera, ponía en cuestión el poder absoluto de ese Dios que yo había imaginado.

Así que empecé a buscar otros a los que seguir. Conocí a una chica que decía que era vidente, ciertamente acertó un par de aventuras curiosas de mi pasado, y me encandiló. Llegó un momento en que cualquier decisión que quisiera tomar se la consultaba y hacía lo que me aconsejara sin salirme ni una pizca de su guión. En una ocasión me aseguró que me iba a tocar la lotería, que comprara varios décimos de un mismo número. Me gasté prácticamente todos mis ahorros y… ¡Oh, sorpresa! No me tocó ni lo jugado. ¡Menuda decepción!
Desde entonces he buscado inconscientemente líderes espirituales a través de los maestros de cursos de sanación, reiki, yoga, budismo, hinduismo… Todos se revelaban como ejemplares al principio, me prometían paz y abundancia y me incitaban a seguirles, pero siempre acababa encontrando en ellos mismos alguna incongruencia con el mensaje de amor y esperanza que pretendían difundir: maltrataban a sus parejas o les eran infieles, se enfadaban cuando les cuestionabas o te dejaban el bolsillo vacío para causas aparentemente benéficas aunque en la práctica lo único que veías era que incrementaban su riqueza personal.

Teniendo en cuenta que todos nacemos pecadores según la Iglesia católica y que en la mayoría de los hogares hemos mamado desde la cuna este mensaje, no es de extrañar que eso nos haga incompletos y por lo tanto busquemos alguien a quien seguir, que nos guíe y nos muestre el camino correcto. Y no siempre tiene que estar relacionado con la espiritualidad. Rajoy nos iba a salvar de la crisis que, según él, había provocado en gran parte Zapatero, y nos llevó a la desigualdad social; Pedro Sánchez nos iba a llevar al paraíso y ha traído unas nuevas elecciones; Pablo Iglesias llegó como la esperanza alternativa directa del 15-M y, desde entonces, también ha decepcionado a muchos de sus votantes; Albert Rivera subió como la espuma aupado por los electores defraudados del Partido Popular y, ahora, ambos partidos se pelean por los mismos votantes… En definitiva, los políticos, como grandes líderes, han dejado de ser admirados en masa.

Y a nivel social, los sindicatos ya no lideran a los trabajadores porque cada vez menos gente confía en ellos; los presidentes de comunidades de propietarios a veces se quedan con parte del dinero de los vecinos; los bancos se aprovecharon de nuestra confianza para reducir al máximo nuestros ahorros; las empresas tratan de pagar lo mínimo por la mayor cantidad de esfuerzo; hay personalidades de la cultura a las que apreciábamos y que se han llevado el dinero de España sin pudor; los ricos nos hacen creer que tenemos que seguir sus dictados por nuestro bien, pero siempre es por el suyo. En definitiva, ya no quedan líderes en los que creer.

Y tal vez, sólo tal vez, sea porque es hora de coger las riendas de nuestra vida, de dejar de esperar que nos salve nuestra esposa, nuestro hermano, nuestro padre, el gobierno, la iglesia, el jefe, el vecino… y empecemos a ver que sólo sintiéndonos nuestros propios líderes podremos afrontar y superar los problemas, para que cambiemos aquello que no nos gusta y nos dirijamos hacia lo que nos apasiona, para que dejemos de lamentarnos por lo que no tenemos y comencemos a valorar lo que nos hace grandes.

La otra alternativa es seguir buscando líderes, alguien de fuera que venga a ayudarnos, a valorarnos, y eso es tan factible como seguir creyendo en que los Reyes Magos, pero igual de poco efectivo.

Jesús Toral

Imagen de OpenClipart-Vectors en Pixabay

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